Insolventes made in Spain
El lector que ahora asome a estas líneas, y yo, tenemos algo en común. Este mismo código de signos, que unos llaman castellano, y otros, directamente español. De no ser por este idioma común, vámonos a casa. El diálogo, en este escrito, acaba de cerrar las puertas.
O acabamos de abrirlas, cuando nos hacemos conscientes que somos hijos adoptivos o naturales de un mismo idioma, rico, histórico, evolutivo. Muy malo no debe ser, cuando, en cantidad y calidad, tantas lenguas hemos aprendido vocabulario de este buen amigo que ahora compartimos.
Usted puede ser británico, palestino, sudafricano, portugués o mexicano, y algunos de ustedes, son, como yo, españoles; han nacido aquí o han adquirido la nacionalidad española. Y especialmente a esos lectores me dirijo.
Ustedes y yo tenemos algo más en común que un idioma. Tenemos un Estado. Tenemos una misma Constitución que define claramente nuestras libertades y derechos. Los asuntos públicos y los privados, están normativizados en el imperio de la Ley. Y ésta es la misma para todos. Para el rey, para el presidente de turno, y para cualquiera de nosotros, ustedes y yo. Misma ley, mismos derechos y mismas obligaciones. Somos algo más que hijos de un mismo idioma; somos compañeros, de la misma casa pública y de la misma democracia. Una casa donde todos, está escrito, somos iguales ante la Ley. La misma ley. Y cuando la cambian, en punto o en coma, nos avisan. Para que nos demos por enterados, y conozcamos los cambios.
Y yo, por preguntarme lo básico, el párvulo de mi ciudadanía, pregunto en voz alta, si eso será verdad. Y me hago esfuerzos, por ser una verdad muy grande, y de mucho peso, pero por la boca no me entra, y por el cuello no traga. En el estómago, el trozo que llegó, regresa por donde vino, sin quedarse a vivir para seguir un futuro de intestino.
En la realidad de la calle, que es de todos, con sus normas básicas de ceda el paso y cruces que pasan de largo, sin ser vistos, la Ley es un menú de primera, segunda y tercera fila, según lo lejos que usted viaje. Y creo que debe ser fatiga crónica y paciencia bendita el espejo donde mediten muchos españoles. Porque, en este país, salvo los cuatro de siempre, no se escucha un ruido. Sí, tenemos la típica escalada de progreso, que era esperable con tanto visitante que viene a quedarse y a fabricar futuro, pero ruido callejero, el de siempre. A las doce en punto, sin toque de queda, España duerme con tranquilidad infantil. Y en el cierre de mi pregunta, me asombra la paciencia de los constructores de España, pico y pala en la mano, entre el desempleo de la palabra y la precariedad de un buen oficio. Y si eres mujer, la pagas.
Pensando en este asunto, de igualdad de la Ley, permítanme creer que no es responsabilidad, ni de la Ley ni, tampoco, de sus defensores. Y que, más que una deficiencia legal, es un problema de accesos. Puerta principal, secundarias y de servicio, con o sin rampa para discapacitados.
Frente al reciente dato que se hizo público, sobre este veinte por ciento de españoles que viven o vivimos en el umbral de la pobreza, y sobre la puerta de entrada para defender unos derechos amenazados, me pregunto si un insolvente, a golpe de beneficio de justicia gratuita, calienta la silla de sus derechos básicos.
¿Será posible tanta insolvencia y tan poco poder de consumo, made in Spain?. Los periódicos no paran de hablar de millones, y cada pequeña ciudad tiene lo menos siete jardines. Bruselas es un país donde una España huérfana, encontró una buena madre. Huellas con Fondos, Estructurales y de Cohesión. Después de tantos años, de Españas ricas, seguimos un rastro de tormenta, y un veinte por ciento de pobres. En el umbral, que no es lo mismo que llamarles (o llamarnos) pobres-pobres.
Por mi parte, quiero ver los avances, y que el paisaje no es el mismo. Un poco más seco, quizás. Y con algunos trasvases que, hace veinte años, no eran noticia. Pero, destacando los progresos, creo que tenemos un problema con la basura. Y que existen basuras que no son reciclables. Un pobre no puede ser llevado y escondido, como un peligroso terrorista, y menos si son tantos. Al menos, podrían fingir no ser pobres, por no dar mala imagen. O quizás estén de pobreza fingida, que es un argumento repetitivo en muchos despachos de atención social. El pobre que tiene una historia de calamidad y desgracia, y que, además de ser pobre, nació para estar en la cola. Y yo pienso que, para un pobre, tiene que ser un poco desesperante comprobar el grueso comercio que se ha montado a su costa, y que son tantos los que cuidan por su salud y calidad de vida, a pesar de no haberle llegado todavía su hora. Está en la cola. Pero avanzamos. Pronto, nuestra sociedad, atenderá sus demandas. Espere. Mañana volvemos a abrir.
De regreso a la insolvencia, diez millones de pobres, en este medio millón de kilómetros, es mucho pobre. Aunque salgan solamente de noche, se dejan ver demasiado. Y nuevamente tengo que preguntarme cómo será posible esta contradicción del destino democrático de España, si todo nos va de perlas. Ahora tenemos multinacionales en latinoamérica, y los bancos dan oportunidades, incluso a los excluidos, cuando tienen talento para un proyecto empresarial. No puedo comprender en qué punto de la instalación, los cables de la igualdad han tenido un mal empalme.
Hemos crecido, nadie lo duda. Los kilómetros de autopista y los millones de ladrillos públicos, con arbolado urbano, nos han puesto a la cabeza del siglo veintiuno. Pero seguimos siendo unos grandes insolventes, en la medida que cuidamos, poco y mal, de nuestros recursos. Y especialmente de nuestros recursos humanos. De nuestros recursos presentes, y también futuros. Y eso es una insolvencia, ser tan insolventes en talento, insolventes en actitud e insolventes en sinceridad, que es básica para todos aquellos que se llaman servidores públicos y constructores de España. Por eso, ya pesan diez millones de vidas, con un termómetro de estadística numérica debajo del brazo, pero más pesa vivir la insolvencia con pelos de tonto, pasando la lengua por una pandereta española que igual no existe. A saber, estoy por no creerme nada. Y al no creerme nada, dudo hasta de que España sea verdad. Es posible que ni yo mismo haya escrito estas líneas, y ustedes tampoco existan. Puestos a creernos todo, pongámonos a creer que nada de lo que se dice es cierto. Y de serlo, se parece poco a como nos lo cuentan.