Mi relación con los animales
Me pasa con los gatos y con todo bicho viviente de cualquier especie: no soporto el sufrimiento de los animales.
Me estoy acordando de un perro nuevo por el pueblo; es un caso ese perro; es un caso único. Yo echo las migas a los pájaros y va el perro y se las come; y le digo: “chaval, tú, ¿qué estás haciendo?” y te mira con una carita de intentar comprenderte, con una mirada inteligente que no sabes si te está pidiendo en adopción o es que está dejando el problema de pensar para después; una monada de perro que necesita un buen baño y desparasitarlo.
El perro callejero es libre, con sus parásitos a cuestas, pero libre; amigo de otro perro blanco con pintas negras, también de su pequeño tamaño, con el que recorre las calles del pueblo; me resulta ese perro llamativo porque tiene una mirada inteligente; se le nota en la mirada que el perro está haciendo un esfuerzo por comprenderte.
El otro día me dio una penita… le veo en la calle sin saber dónde ir ni de dónde venir; con una mirada de “todo me da igual”; pero al día siguiente le vi con su amigo el perro de pintas negras y me dije “epa, va bien el tema”. Sabe buscarse la vida; está bien; me sentí mejor de saber que no había llegado su último momento.
Me estoy dando cuenta que me pongo a hablar de cualquier animal y no paro; y es verdad, me siento receptivo con los animales abandonados y receptivo con las criaturas salvajes o semisalvajes del campo. Los animales abandonados son en realidad los gatos que tengo en casa, que yo digo son huérfanos de la vida que han sobrevivido a una masacre. Caramba, ahora están cantando los gallos, y hace un rato también; deben ser las señales horarias de los gallos.
Me siento receptivo con los animales porque la verdad es que me siento agradecido con ellos; me dan mucho más de lo que yo les doy.
Con mis gatos no he intentado nunca que sean cariñosos, mimosos dependientes, educados… van a su bola; a su aire. Sin embargo, y a pesar que no me extiendo en hablarles o en mostrarles mi apego o mi cariño, todos ellos, sin excepción, me buscan y me quieren. Los tengo a todos entretenidos, pacíficos, relajados y tranquilos.
El patasblancas es un genio de la escenografía y del teatro; al principio le tomó gusto a tomar participación en mis números de danza, ballet y otras artes escénicas; y ahora el tío va y se me hace el muerto, pero de una forma graciosísima, fingiendo panza arriba.
Es un personaje. Yo igual estoy bailando y lo tengo que evitar, pero lo tengo tan a mano que no puedo dejar de pasarle la punta de los pies por la barriga y, bueno, es la caña porque jugamos con esta bobada y al final acabo por llevarlo a una mecedora, quitarle del lugar de la acción si no se quiere llevar una buena patada; así andamos cuando hay concierto.
Concierto gratis; hoy de qué; a ver qué te inventas de nuevo para gustar a tu amado público de gatos y pájaros que asisten a la función. No sabes cómo pero antes que hayas enchufado la música se ha corrido la voz y tienes así como cien, doscientos espectadoras y espectadores en un radio de mil metros a la redonda de un amplio ventanal de cuatro metros, en la terraza de casa.
Genial que han llegado los rollin stón; y pues, claro, te ves de repente con un auditorio tan magnífico y majestuoso que dices a ti mismo: no puedo defraudarles; ea, que suene la música, aquí el bailarín de flamenco y el coreógrafo, Domingo García, en dieciséis metros cuadrados y buscando no partirse la crisma desde un tercer piso. Para todos ustedes, un espectáculo.