En un banco de forja
Ayer paso por la plaza del pueblo. De regreso a mi casa, en un banco de forja, bajo la sombra de un árbol, solitario, un señor debajo de un sombrero de paja, con una garrota.
Me senté a su lado. No lo he hecho nunca, en los últimos años, pero ayer sentí la necesidad de sentarme a su lado, para decirle que le respeto, le admiro y considero un honor que viva en este pueblo; algo así quería yo decirle, cuando me senté, en el mismo banco que él estaba sentado.
Estuve con él creo que diez a veinte minutos, poco tiempo; le dejé con los ojos emocionados y me sentí mal conmigo mismo, por haberle dicho cosas sentidas y breves, al mismo tiempo. Subí a mi casa como si me hubieran llenado el pecho igual que se inflan las ruedas de una bici. Lleno.
Hoy me sucedió la misma jugada. Paso por el mismo lugar, el mismo banco, el mismo árbol, un poco antes de la hora de ayer, el mismo señor, bajo el mismo sombrero de paja, la misma garrota, la misma mirada dulce, detrás de unas gafas.
Me siento en un extremo del banco, saludo al señor, me extraña que no me ha reconocido y estoy a un metro de él; estamos un rato sin decirnos nada; parece que le estoy sintiendo lo que piensa; no nos decimos nada pero es como si los dos estuviéramos pensando o sintiendo lo mismo. Pasan unos minutos, comenzamos a hablar; todavía no sé que el señor está casi ciego y no ve más allá de treinta centímetros; tampoco sé que está sordo y tienes que hablar cerca de él, a treinta centímetros; lo que sí sé es que tiene un verbo exquisito, de quitarse el sombrero y decirle “señor, usted es un señor de los pies a la cabeza”.
Estamos hablando, y llega una señora que saluda al señor del sombrero de paja que responde con una voz dulce, en un hilo de voz. “Abrázame” le dice a la señora. Y yo sentí una congoja en el alma que fue como si me arrancaran la piel.
¡Abrázame! Qué sencillo, qué simple, qué grande, qué infinito.
La señora ha sido poco generosa en besos; y yo al lado, sin mirar siquiera, respetando su momento, hasta que la señora se interesó por mí. Entonces mi compañero de banco le dice: es Domingo, el nieto del Cañero, un amigo mío, uno de mis mejores amigos.
Bendito Universo, hoy ha sido la segunda vez que yo he hablado con este anciano. Siempre le doy los buenos días cuando le veo, con la calidez que me brota del corazón; pero nunca había hablado con él; y hoy soy uno de sus mejores amigos.
No ha faltado un gramo a la verdad; el lenguaje del corazón funciona como la mejor relojería suiza; somos amigos; y ha dicho la verdad; hoy me ha ganado saber que tiene 90 años; saber que está casi ciego, casi sordo, pero tiene una mirada dulce e infinita, sonriente, cálida, una voz humana y una mente estructurada y sabia; y un corazón generoso, humano, grande como lo han sido sus noventa años de vida.
La señora se fue, y nosotros seguimos hablando, de las tiendas antiguas, de personas antiguas, de guitarras y bandurrias, de la poesía en una guitarra, de maestros y escuelas, de educación, del valor de la edad; de la ciencia de saber llegar a la vejez; de que la vejez no es vejez; de que cada segundo de vida es irreemplazable; de que la sabiduría de un hombre de valor no tiene precio, y que cada segundo que comparte con nosotros es un regalo para nosotros.
Con este hablar en un despacio y en un profundo, su voz tomó impulso y sentí vitalidad en su mirada; la gente pasaba a nuestro lado y nosotros éramos un micromundo, aislado del mundo real, pasaban, nos miraban, nos saludaban, pero él y yo, en lo nuestro, hablando de lo nuestro. Y he sentido un afecto inmenso por, hoy sí, esa hora o más que a los dos se nos ha pasado volando.
Qué simple, un rato en un banco, debajo de un árbol de una plaza. Pero ha sido inolvidable. Me llenan las cosas auténticas y sinceras de la vida. Dan fuerza de vivir, y dan sentido de vivir; y aquí lo mejor, dan inmortalidad.