Salamanca me gusta

Vivo en un extremo de la ciudad, al noroeste. Salamanca es una ciudad relativamente pequeña, para pasear, pero tiene también sus largas distancias. Todas las mañanas, recorro a buen paso, durante cuarenta minutos, de punta a punta de la ciudad. Del extremo noroccidental al extremo suroriental. Lo bueno del asunto es que no me pesa caminar esos cuarenta minutos, los disfruto, me despiertan y me ponen las pilas para comenzar un nuevo día.

Salgo de casa, cruzo la calle, mejor mirar porque es una curva con poca visibilidad. Entro a un parque, el parque de Valhondo. Comienza la mañana y un festival de primeros sonidos. Yo camino entre la oscuridad y el frío, mejor dicho que está rayando el alba y el parque está iluminado con la luz blanquecina de las farolas, pero la luz del día ya clarea y no se sabe si es de día o es de noche.

Cruzo algunas calles, una avenida con semáforo, enfilo una larguísima calle, con reloj luminoso en una farmacia, entro a la zona antigua, un parque de elevadísimos árboles a mi izquierda, paseantes que van y vienen rápidos por una acera de piedra, edificios monumentales a izquierda y a derecha, una plaza de pavimento de piedra y algunos bancos, a la izquierda el Palacio de Monterrey, a la derecha la Iglesia de la Purísima , tomo la calle estrecha y monumental que me lleva a la Casa de las Conchas y a la Universidad Pontificia.

Parece que estoy recorriendo las calles de hace quinientos, setecientos años, la piedra arenisca como grandes rascacielos en edificios monumentales, entretanto yo camino rápido. Hago una parada en un pan&cake. En adelante, mi camino avanzará con un vaso de plástico, café con leche, que calienta una mano. Ahora dejo de ir cuesta arriba y tomo la pendiente abajo hasta llegar a la plaza monumental del Convento de San Esteban. Sigo por la calle Rosario, cruzo el Paseo de Canalejas y ya estoy a doscientos metros del trabajo. Me espera una oficina con cristales que miran hacia el río y más cristales, alrededor de un archivo, que miran hacia una vía del tren y hacia el río y a una antigua fábrica abandonada. Y allí, entre papeles paso la mañana. 
  
Esta ciudad me gusta, más digo, me siento atraído por ella, tiene imán o magnetismo para mí y, ahora, en esta segunda vez que vengo a vivir aquí, comprendo el significado que esta geografía tiene para mi desarrollo. Igual que hace unos años, encontré aquí un hogar, un cálido hogar de acogida, ahora también me he encontrado la hospitalidad que tiene una madre adoptiva con un hijo que regresa. Más digo, sin saberlo había estado soñando con esta ciudad, en algún sentido anticipándome en el subconsciente que regresaría a estas tierras y a estos santos lugares, buenos de verdad. Es una ciudad llena de vida, dinámica, estudiantil, bulliciosa, monumental, trabajadora, con la seriedad que caracteriza a los castellanos del norte. Me gusta y me siento como si hubiera nacido aquí o llevara aquí desde siempre. Es un sentido inexplicable de saber que aquí tienes tu hogar, tu raíz, tu lugar germinal de crecimiento.

Salamanca, me gusta.

En primer lugar, nunca supe o sospeché que regresaría aquí. Era una lotería impensable e inimaginable que ni siquiera pasaba por mi cabeza, hasta que prácticamente me vi aquí y me dije, vaya, qué coincidencias que tiene el destino, qué extraordinario es viajar en la casualidad, en la sincronía de la realidad de la vida, lo soñado coincide con lo realizado.

Vine por primera vez a esta ciudad en diciembre del 1985. Nada más y nada menos que hace algo más de un cuarto de siglo. Venía con la mirada atónita de un chaval de veintiún años, que acaba de salir del servicio militar obligatorio, acaba también de aprobar unas oposiciones de funcionario público y llega a una ciudad, al oscurecer, atónito, con los ojos grandes, todo le parece nuevo, completamente nuevo.

En el tren que venía, de Madrid a Salamanca, cruzando junto a las murallas de Ávila, mirando por la ventanilla del tren, de pie en el pasillo, sentir como una oleada de energía que recorre el cuerpo, una oleada de libertad, de soy libre, libre para elegir, para decidir, para hacer mi vida, para construir mi destino.

Llegué por primera vez a Salamanca con las ideas asilvestradas de un chaval que aún no tiene claridad en qué es lo que quiere y cómo desea o quiere conseguirlo. Anhelaba irme al Tercer Mundo, a construir escuelas. Pensaba que lo de trabajar de funcionario iba a ser asunto de unas semanas, quizás unos meses. Me faltaba el temple de sostener un esfuerzo durante meses, quizás durante años. Creo que en parte lo conseguí, en los trece años que esta ciudad me dio un hogar, hasta que la abandoné. 

Y no he regresado hasta hace seis meses. Y realmente es un choque, es como viajar al pasado pero ya no es el pasado sino que es el presente. Son sensaciones nuevas donde te ves a ti mismo en viejas calles, pero ya no son aquellas calles ni tú eres el mismo hombre que eras entonces. Es una sensación curiosa, más digo, un conjunto de sensaciones según los distintos lugares y situaciones dentro de la ciudad.

La verdad es que, si lo pienso, me gusta más esta llegada que aquella que fue, hace un cuarto de siglo. En este día a día, creo que soy mucho más consciente de lo que hago, de lo que vivo, creo que me entero mejor de las cosas, que me siento infinitamente más vivo que me sentía con veintiún años, que la verdad, yo creo que tenía una tristeza en el alma que no podía con ella. Y creo que afortunadamente me la curé, a fuerza de experiencia en la vida, vivir es la mejor cura.