El cuento de los ratones

Existe un viejo cuento, que yo leía de niño, de dos páginas de extensión y con una graciosa ilustración de una pareja de ratoncitos con una joven ratoncita de la mano. Querían encontrarle un buen marido a la joven. Y habían escuchado hablar de quién era el ser más poderoso de la Tierra y con él fueron a casarla.

Y así diéronse un paseo con la ratoncita por el Sol, las nubes, el viento, hasta que el ser más poderoso con quien estaban hablando, que era la misma Tierra, les dijo que había unos seres muy poderosos, más poderosos que ella (la Tierra), que eran los llamados ratones, que la horadaban y hacían agujeros y construían sus casas en los subterráneos de su piel. Entonces papá y mamá ratón se dieron cuenta que ellos eran los seres más importantes del planeta y casaron a su hija con un ratoncito.

En algún sentido esto es equiparable a la especie humana. Tanto seres humanos como grupos humanos han querido mostrar más y más su inmensísimo poder, un poder además que está limitado por la vida natural.

Nadie ha alcanzado la inmortalidad –o por lo menos no lo sabemos- ni tampoco nadie ha alcanzado un poder ilimitado como para destruir la vida entera del planeta, cambiar el rumbo del planeta, cambiar el curso del sol o de otra estrella.

Nuestro poder como seres humanos quizás es grande comparado con el poder de una ardilla o de un ciempiés, pero en cambio sigue siendo un granito de arena en la inmensidad del universo. En algún sentido podemos decir que esto es así, afortunadamente.

Afortunadamente, en el sentido que nosotros, los seres humanos, somos una criatura que nos caracterizamos porque nuestro poder –no debiera serlo- es o significa una amenaza para la libertad de nuestros vecinos.