Un poco de biografía

Nací en un pueblo manchego, del sureste de Ciudad Real, Terrinches. Mis padres se casaron en Mallorca, donde vivían mis abuelos maternos, pero a los pocos meses, mi abuelo paterno, Domingo García Coba, estaba agonizando de una enfermedad. Mi madre quiso que conociera a su nieto, o sea yo, que iba dentro de mi madre. Y así me hice el viaje intrauterino, en barco y en autobús, de una isla mediterránea a una tierra interior, de olivos y manantiales y caminos entre montañas.

Nací en la casa de mi abuelo y mis primeras horas y días fueron escuchar sus canciones de arriero. Le alegré los últimos momentos de la vida y llevo su nombre. Y contento.

Los tres o cuatro primeros años, los vivo en Terrinches, en un pueblo de casas blancas, calles de tierra, caños de agua y arroyos donde las mujeres van a lavar, con el jabón que ellas mismas fabricaban. Las sábanas sobre los zarzales, un campo de colores, donde yo iba siempre de la mano de mi madre. Y me quedaba con la copla de todo.

El mundo era un hervidero de cosas que ocurrían, a cual más interesante. Subirse a un trillo, subirse a una burra, ver correr el agua, que te compren un triciclo, la blancura de la cal y del yeso, la construcción de aquellas viejas casas que tenían su lugar para el agua, para el fuego, casas de antes, nada parecidas a los cajones poligonales que son los pisos de hoy. Casas que tenían gatera, puerta superior e inferior, candados.

Las mirabas y parecían de verdad una casa, sin necesidad de docenas de enchufes. Por supuesto, la luz eléctrica no existía, vino más tarde. Y cuando vino, era de 125 voltios.

A los cuatro años, emigración con mis padres, a Pamplona y a Mallorca.

En Mallorca, hasta 1974, hasta los diez años. Muchísimas sensaciones mediterráneas, muy positivas, una verdadera gozada. El conocer el color del mar, por los veranos de barco y transmediterránea, toda una noche viajando en barco, viendo por la mañana aparecer, en la línea del horizonte, el destino del viaje. Y horas infinitas en el autobús de línea, La Requenense, que rebautizan por mi tierra manchega como La Viajera.

“¿Ande vas, fulano?”, voy a tomar La Viajera pa Valencia. Territorio prometido, Levante y Mallorca, para miles de ciudarrealeños y albaceteños, que allí encuentran una primera oportunidad de progresar.

De Mallorca, infinitos y gratos recuerdos, Valldemosa, Esporlas, El Vivero, Son Ferriol, Son Ferrandell. Infinitas anécdotas.

A los diez años, mi padre decide que nos volvamos al pueblo. Me voy pal pueblo que la ciudad… dice una canción.

Fue un salto. De ciudad a pueblo. Los hombres, pantalón de pana con remiendos, pana gorda, muchos albarcas, la boina cubriendo el pelo, la blusilla negra de los arrieros que tapa cualquier falta. Las mujeres, muchas de luto, con pañoleta, algunos con hábito. Y los críos, una especie de extraterrestres que hablan en raro, que todos se tienen apodos a todos, que todos se ríen de todos, que todos saben de todos.

Para un chaval recién llegado, sin hermanos, llegar a esa jungla de pueblo, fue una buena prueba. Eran tiempos muy diferentes de los actuales. La gente se metía en las casas de la gente, con la mayor confianza. Las puertas estaban abiertas siempre. Y la gente siempre quería comunicarse y darle a la hebra. La calle se llenaba de juegos, de costuras, de que se hacía más vida en la calle que en las casas. Ya el colmo era cuando los vecinos nos poníamos de fiesta, una luminaria, un café para todos. La calle era el patio de las casas.

En mi pueblo natal viví hasta los 19 años. Al terminar la escuela, fui a un instituto que está en Villanueva de los Infantes, a 30 kilómetros al norte, el bus iba y venía a primera hora de la tarde. Luego estuve unos meses en Zaragoza. Y luego en el pueblo, monté con otros chavales un sindicato local, estuvimos un par de años haciendo cosas de comisiones obreras.

La experiencia fue positiva. Yo no iba con ánimo de hacer política o dedicarme a la política. Era idealista como corresponde a un chaval de 18 años. Lo que hacía era por corazón. La gente de mi pueblo me quería, yo me dejaba querer, montamos algunos líos y algunas movidas y bueno, por lo menos la gente se dio cuenta que, unidos, llegamos mejor y más lejos al destino al que vayamos.

Luego me llegó el momento de irme a hacer la mili, servicio militar obligatorio, trece meses y nueve días, primero en Cáceres y después en Madrid, en Prado del Rey.

Termino la mili en 1985 y, un par de meses más tarde, estoy en un tren de Madrid a Salamanca, viajando hacia mi primer gran trabajo, mi primera gran oportunidad de vida independiente. El 2 de diciembre de 1985, con 21 años, comienza mi experiencia vital por Salamanca, en donde estaré los trece años siguientes, hasta diciembre de 1998.

Aquellos primeros años en Salamanca fueron una oportunidad para mí, de abrirme al mundo y también de conocer a la vida y a mí mismo. Para un chaval de 21 años que está un poco asilvestrado o asalvajado, que viene de un pequeño pueblo, es así como un impacto fuerte el encontrarse en una ciudad de miles de universitarios y turistas extranjeros, una ciudad donde todos son doctores, letrados, poetas, gente de mucha y vasta cultura. Y algunos también son capaces de mirarte por encima del hombro.

El chaval de 21 años que llegó, no se planteaba la vida normal del currante que pelea por hipotecarse en comprar una casa, acaparar bienes, buscarse y labrarse un futuro. Nada, aquel chaval pensaba en que somos todos juntos o no somos nadie. No tenía sentido del egoísmo ni siquiera de saber gestionar bien la vida y protegerse también un poco.

Era un buenazo, sin maldad de ninguna clase.

Después de trece años, en el año 2000, pido excedencia y me traslado a Toledo, donde incio un proyecto editorial: Ediciones Mapamundi. Madre mía, no invertí yo horas, era una máquina. Tenía una energía imparable, y, cuanto más hacía, más energía que parecía tener.

En el 2001 fue cuando estuve por Chile y Argentina. Una bonita experiencia, que me llevó a sensaciones únicas, la inmensidad de las geografías, la variedad de climas y de culturas, la proximidad y la lejanía de espacios tan alejados entre sí. Los vientos de la Patagonia, las arenas interminables de playas gélidas, en el desierto (perdón, en el estrecho) de Magallanes.

Cuatro meses en Punta Arenas, sur de Chile, 1 habitante por kilómetro cuadrado, dos meses en Ushuaia, Tierra del Fuego, Argentina. El contraste de una nueva geografía que toma cambios tan grandes entre el invierno y el verano, donde el paisaje que ahora parece apacible, dentro de un rato se transforma en vientos huracanados de 120 kilómetros por hora o inviernos nevados, en Ushuaia…

Uf, pienso que esta entrada se está alargando. Lo dejo aquí, en este estreno de año 2014. De nuevo en Salamanca. En otra ocasión cuento más cosas que fueron pasando hasta llegar a este momento y lugar… ¡Feliz Año Nuevo!