Hombres de campo

Soy un gran ignorante de la biología, de la geología, de cualquier ciencia del campo, de los animales, de las plantas. O soy el gran ignorante que creía ser y que, a fuerza de experiencias y otras causalidades y casualidades, he ido encontrándome con sucesivas y grandes sorpresas en el mundo natural.

Lo malo de eso, de vivir sin convivir con las ciencias de la naturaleza, es que me pasa con la botánica y otras ciencias del campo como con los idiomas, que si no los practico, pierdo el ritmo y no distingo un tomillo de una aliaga, un olivo de un almendro, un pensamiento de un tulipán.

De niño, me tenía por un animal de ciudad. Eso creí cuando llegué, con diez años, a un pueblo manchego, del sureste de Ciudad Real. Todos los niños sabían el latín, el griego y otras ciencias aristotélicas de todas las materias del campo. Yo no había visto un olivo en mi vida. Sí, los había visto pero de pequeño.

De regreso en mi pueblo natal, con sus muchos huertos, con sus muchos kilómetros cuadrados de olivar de la variedad cornicabra y con sus yuntas de mulas y otros arreos, yo me sentía un chaval de ciudad, inexperto de cómo manejarme en un huerto, de cómo plantar un árbol, de cómo hacer surcos en la tierra para que el agua corra y pueda regar hortalizas y otros productos.

Mis padres tenían unos huertos, a la salida del pueblo. Y unas docenas de olivos, en una dehesa, a unos kilómetros al sur de la población.

Poco a poco, fui aprendiendo a empuñar una 55-A marca la bellota, o sea una azada de tamaño estándar, asida a un astil de madera, dejada por la noche en agua para que la madera engordara y se hiciera una pieza con el hierro. Y, a la mañana, botas de goma casi hasta la rodilla, en compañía de mi padre, aprendía cómo cava un hombre, abriendo brecha en una tierra dura, arrancando grandes gasones, que desmorona a sus espaldas, sin dejar montones ni hoyos.

Un huerto, de 700 metros cuadrados, que acabó en un vergel. Un huerto que servía de recreo a mis padres y que estaba maravillosamente cuidado, entregando generosamente patatas, tomates, cebollino, habichuelas, habas, árboles frutales, flores de noviembre, etc.

Y bueno, pensándolo en frío, es interesante la experiencia que se va recogiendo por la vida, cuando se tiene oportunidad.

Pero me parece de lo más normal después de superar una inicial timidez de trabajar táctilmente con las cosas del campo, a veces con fuerza y a veces con esfuerzo. Es difícil ver dulzura en un vareador de olivos, cuando golpea con una larga vara la oliva, pero tiene su ciencia, si los golpes son contrarios a la forma de la rama, te la llevas por delante y derribas mucha más hoja, perjudicando al árbol.

En muchos sentidos, el verdadero hombre del campo piensa como piensa el árbol, cuando va a podarlo, cuando le aporta sus cuidados. Y joder, un olivo tarda años en dar sus frutos. Y así otros árboles que, allí donde crecen, son emblemáticos, por ejemplo los nogales o nogueras.

Allí donde había un nogal, en un pueblo, con un estanque, era un lugar de tertulia, de refresco, al caer de las tardes de verano. Un simple árbol podía hacer todo un paisaje a su alrededor. O el paisaje de las moreras. La mano del ser humano, fabricando huertos, en la periferia de los pueblos.

A día de hoy, sin embargo, me parece normal cuidar de unas pocas plantas y ver que crecen estupendamente en el interior de la oficina donde trabajo.