Lo que define a un escritor

Me decía el otro día un librero que en estos tiempos son más los escritores que los lectores. Considero que no le falta razón.

Me alegra que Internet y las nuevas tecnologías lo ponen muy fácil para que escribir o editar un libro esté al alcance de cualquiera.

Me alegra que ya no son 400 periodistas de postín y pedigree sino 40.000 aspirantes a escritores que publican artículos, opiniones y ensayos.

Me alegra, en definitiva, que parece que todo el mundo tenemos algo que decir.

Sin embargo, esta popularización del periodismo y la literatura es un arma de doble filo, como se demuestra por la cantidad de basura y corta-pega que circula por internet.

Yo no digo nada de quienes se creen que tienen una fortuna literaria en el cerebro y se imaginan con un best-seller debajo del brazo. Imaginar y soñar no cuesta dinero.

La valía literaria es algo que está por verse hasta que tientas y hueles el producto. Huele a papel, a papel de libro. Y a mí me gusta que tenga las letras gordas y por el interlineado pueda pasar una hormiga. Ni me gustan las letras demasiado pequeñas ni demasiado juntas.
  
¿Qué se busca o persigue al escribir? Depende qué línea tomes. Ahora se han puesto de moda los libros vivenciales, que cuentan una experiencia personal y dan recetas de vida o venden productos-milagro. Respetando a sus autores, no me parece honorable ir de sabelotodo por la vida, como si fuéramos maestros del saber y del conocimiento.

Para mí, el mundo de la palabra y del lenguaje no está limitado a los libros, sino que comprende una geografía más amplia. La literatura y la poética son también una parte de ese mundo.

La palabra y el lenguaje son un título, una cabecera, una tarjeta de visita, un anuncio de tres palabras, un eslogan político, un mensaje.

Ser diestros con las palabras, ser capaces de contar algo en 100 palabras al mismo tiempo que somos capaces de contar eso mismo en 100 páginas.

¿Por qué escribo? Por necesidad vital. Puede ser solamente para mí mismo, pero necesito sentir la compañía de las palabras y de los puntos y comas.

Escribo por ensayo y entrenamiento porque, además de las habilidades con las que hemos nacido, están las habilidades que estudiamos y practicamos. Y antes de una página bien escrita, le preceden muchas páginas mediocres y sin interés.

Y luego, cuando estás seguro de tu pulso narrativo, sin ir subido de vanidad o prepotencia, escribes para el público visible o invisible. Y esto ya son palabras mayores, igual da que el público sea uno o un millón.

Creo que la afición y la vocación de escribir es un asunto demasiado serio como para dejarlo en las manos de amateurs o aficionados. En mi caso, no me tiro a la arena hasta que no estoy muy seguro de lo que estoy haciendo.

Hace casi veinte años de mis últimos escritos publicados. Una referencia tan lejana, pero al menos es una referencia. Muchos escritores noveles, inéditos, parten de la nada, sin referencias, sin conocer el diálogo de los lectores con sus letras.

Yo tengo referencias de si llegas o no llegas al público. Y me imagino que desde entonces he mejorado en algo: en pulso, caligrafía, vocabulario y un poco de sintaxis. Pero lo que de verdad define a un pensador y a un escritor es su carácter, su fuerza de ser. Es lo que imprime una huella profunda o superficial a sus letras.
  
Considero que el trabajo de escribir es un oficio sacrificado, que exige una gran atención, ya no digo en una novela de ficción, inventada, argumental, sino en aquellos primeros libros que se escribían cuando todavía no había sido inventada la imprenta.

Pongámonos por unos segundos en la mente de Erasmo de Rotterdam, del humanista Luis Vives, de Séneca, de Benito de Nursia, cuando el papel u otra materia sobre la que escribir era cara, valiosa y escasa, cuando había que fabricarse la tinta y encontrarse la mejor pluma.

Es para pensar en qué narices sería aquello tan importante e interesante que tenía a aquellas gentes en vela y a la luz de una vela. Luego encontrabas cosas como guía para descarriados, de maimónides, el libro de las maravillas de marco polo o la regla de san Benito extendiéndose por toda Europa.

Es el poder de la palabra escrita que nace con fuerza incontenible, la rebeldía de un Lutero y un papel, a la puerta de una iglesia, la familiaridad de una oración, la solemnidad de una declaración de independencia, la historia narrada de los jeroglíficos egipcios, la epopeya de Gilgamesh, la sencillez de los evangelios contando la vida de un hombre.

Repito, lo que de verdad define a un pensador y a un escritor, sean de la época que sean, es su carácter, su fuerza de ser. Perdura en el tiempo la huella profunda que todos ellos imprimen a sus letras.