El Castillejo del Bonete

Durante la segunda mitad del 2008, de junio a diciembre, tuve la oportunidad de trabajar en un campamento arqueológico, fechado en el 2000 antes de Cristo, de la Edad del Bronce.

Se trata de una construcción circular, en forma de espiral, alrededor de una cueva, en un lugar de gran visibilidad de caminos, próximo a un curso de agua.

Una construcción circular, de unos 30 a 40 metros de diámetro, en la que podían vivir medio centenar de personas, realizada principalmente con grandes piedras y pasadizos subterráneos.

Los muros, de medio metro de espesor. Un largo pasadizo, con grandes lajas de piedra, orientado al poniente. Una construcción en la cual encontramos un poblado amurallado, invisible para el exterior, mimetizado con el paisaje, que detrás de los gruesos muros de piedra, sirve de defensa, taller, morada y almacén de alimentos.

Una de las cosas interesantes que ofrece esta construcción es que hallamos docenas de parecidas construcciones, repartidas por la península ibérica, del mismo periodo que la que estoy hablando, del mismo periodo también (aproximadamente) de los tartesos y del rey salomón y de la cultura del argar, en Almería.

Es decir, en pleno apogeo de la Edad del Bronce. Los metales como un elemento de comercio en el Mediterráneo. Las sucesivas piezas van encajando entre sí, mostrando una rica cultura ibérica, antes de la dominación romana.

Son posiblemente un conjunto de pueblos, interasociados, que habían conseguido una tecnología pacífica y poderosa, donde la diplomacia era más patente que el saqueo y la guerra. Y mostraba asimismo una organización y una autonomía de gobierno.

Estamos en un yacimiento arqueológico de la Edad del Bronce, denominado El Castillejo del Bonete, a unos tres a cuatro kilómetros de la población de Terrinches, en el sureste de la provincia de Ciudad Real.

Las emociones, en ese trozo de tierra en excavación, son potentes, son muy fuertes, para un estudiante de geografía e historia que es ahí, por casualidad y por primera vez, que se encuentra frente a la tarea práctica, prolongada, de una excavación in situ. Es sencillamente un verdadero lujo, impagable, trabajar en la arqueología. Es algo que supera todas las películas de Indiana Jones y todas las mitologías que se han escrito sobre el estudio arqueológico.

Durante 180 días, estuve a diario en el campamento de arqueología de Castillejo del Bonete. Éramos una brigada de unas diez o doce personas, al frente de la cual estaba un arqueólogo. Todos los días del verano, era el clásico trabajo de los estudiantes de arqueología, recibir mucho sol en la piel, cubrirte con un sombrero, taparte con una sombrilla. Las anécdotas de aquellos días son infinitas. Desde las maravillosas puestas de sol que recibes en los ojos, día tras día, como una postal impresa en tu retina, viendo lo que veían tus antecesores, hace 4000 años, el mismo sol que ellos veían, el mismo camino que después bautizaron como Vía Augusta, de Cádiz a Tarragona, las mismas paredes de piedra y la tarea de desenterrar minuciosamente la historia contenida en la tierra.

El trabajo es de gran variedad. Según los sectores o cuadrículas en los cuales trabajas. Unas veces estás llevando carretillas de tierra. Otras veces estás desenterrando con las herramientas habituales. Unos trabajos son más minuciosos y otros son más mecánicos.

Aquellas gentes, los primeros habitantes de un pueblo que después pasaría a llamarse Terrinches, habían realizado varias construcciones. Una de ellas es la que nos encontramos, en el Castillejo del Bonete.

Trabajan la cerámica, la piedra, el hueso, tienen rituales mágicos, entierran a los muertos y el amor existe para ellos, como lo demuestra el enterramiento en la cueva, en el lugar más oculto del yacimiento. En esta cueva, de gran profundidad, se encontraron los esqueletos de un hombre y de una mujer, abrazados. Ellos han sido quienes han facilitado la datación o fecha del yacimiento. Una pareja humana de hace 4mil años, abrazados, en una cueva.

Aquella sociedad nos demuestra, por su escaso ajuar, que vivían prácticamente en el uso inmediato, en la vivencia de la comunidad. Gruesos muros de piedra, construcciones defensivas que permiten con un puñado de guerreros hacer frente a ejércitos mucho más numerosos, pero sin la realización de grandes lujos, sin grandes diferencias sociales, en una unidad social de grupos relativamente pequeños que ocupan y controlan grandes extensiones de territorio.

Un poblado de la antigüedad, en un pueblo manchego del Campo de Montiel. Un emplazamiento que demostraba conocimientos orográficos, como el saber que estaba asentado sobre una dura placa de rocamadre o que disponía de una cueva en su interior, en las proximidades de un arroyo y de abundantes recursos acuíferos.

Y todo esto sobre el inicio de una ladera, inclinada hacia el sur, que ofrece un excelente ángulo de vigía para distinguir el tránsito de pasos naturales para cruzar el valle del Guadalquivir a la Meseta castellana.

Dos pasos naturales para salir del sur al norte, cruzando las montañas, estamos en uno de ellos. Son el paso de Sierra Morena, por Despeñaperros. Y el paso del posterior camino de la Vía Augusta de los romanos, rebautizada hace unos pocos años como Ruta de Aníbal, por los notables entonces del Gobierno Regional de Castilla La Mancha.

Un camino natural que sortea los barrancos y montañas, desde el fértil valle del Guadalquivir, a las diferentes tierras del Este y del Norte. Y una gran suerte histórica para este paso natural, por convertirlo en un lugar de privilegio para cruzar toda una cadena montañosa, al Este del valle del Guadalquivir, la cordillera sub-bética, que comprende todo un conjunto montañoso, una verdadera e infranqueable muralla natural que divide a Andalucía en dos y que propicia que las salidas hacia Levante y hacia el norte peninsular, se produzcan por un pequeño o reducido número de pasos naturales, entre los cuales se encontraba el antiguo camino de la Vía Augusta, así como sus diferentes ramales y alternativas, que cruzaban las sierras de Alcaraz, Segura, Cazorla y Sierra Morena, todo un conglomerado de tierras quebradas que necesitan de un sabio conocimiento del terreno para cruzarlas y continuar un feliz viaje, con carros y caballerías.

Son las mismas rutas de los arrieros, de los comercios que aún no conocían autopistas, carreteras, ferrocarriles, pero que tienen un tráfico intenso desde los tiempos más remotos de la Antigüedad. Un ejemplo, la madera de las sierras de segura y Cazorla, en la actual provincia de Jaén, servía para construir los barcos de la numerosa flota del califa Abderramán III, allí por el siglo diez. Se trasladaba la madera hasta las costas levantinas, para construir los barcos, muchos de ellos piratas, que asolaban el Mediterráneo junto con los berberiscos de Kairawuán.

Un poblado de la antigüedad. 2000 antes de Cristo. Un poblado de piedra. Un punto de vigía sobre un camino. Una pobreza de ajuar de metales y una riqueza de ajuar lítico y cerámico. Una excavación arqueológica promovida por un Ayuntamiento que está dedicando recursos públicos al re-descubrimiento del pasado del pueblo. Un castillo árabe, una villa romana, unos restos arqueológicos, una riqueza en vías pecuarias, unos parajes desconocidos y poco valorados, una abundancia en recursos de caza y un poblado de la Edad del Bronce, de hace cuatro mil años, con una excavación en curso.

Los caminos, los cursos de agua, la vegetación, los recursos minerales, los puntos de visión, la calidad de la tierra, la protección contra los vientos, todo va formando un nuevo paisaje que iba, no solamente dando información sobre mi pueblo y los pueblos colindantes, sino también sobre el conjunto del planeta que es el sureste peninsular, y cuanto significa el aquí de una meseta, el allí de un valle, el allá de una montaña.

Agradezco esos 180 días que estuve en el campamento de arqueología de Castillejo del Bonete, porque fui conociendo mucho mejor la tierra que los primitivos ibéricos ya conocían en sus tiempos. Fui adaptando mis ojos y mi mirada, a mirar y a pensar como esos antepasados lo hacían en su vida cotidiana.