La siesta

Era una tarde de verano,
de estas tardes calientes y licenciosas
nada estiradas, nada pretenciosas
que buscas el arrimo de un árbol
y corre el viento,
libre y sin ningún ornamento,
con suaves e invisibles meneos
por el vuelo de las hojas.

Era de estas tardes valientes que la ropa estorba,
tardes que buscas un sentido, una luz, una sombra
de pausados movimientos, placentera y perezosa
sin codicias, sin deseos
por las dos siguientes horas.

La vida, en estos momentos despreocupados y libres,
sin dolor existencial, sin grandes reformas,
mudanzas y grandes obras,
se compone de buscar un lugar para el botijo,
apañarse el sombrero de paja,
pegar los zapatos a un tronco,
echarse un bostezo si el cuerpo lo pide,
desatar los nudos del estómago,
hacer lo que más nos gusta
o aquello que no se nombra,
por ejemplo derrotar a la infelicidad y a la desgana,
dejar de malgastarse en la incontinencia
de orinarse por las ramas,
de apresar contrariedades,
de caminar por la vida
sin futuras y previsibles verdades,
u otras gruesas falsedades
que encogen la paz y la calma
por esa urgente y exigente,
incontrolable e incontrolada
impaciencia del mañana.