Trapecistas del amor

Hay tantos amores como hombres y mujeres. Amores de pareja, de dos manos entrelazadas como el pañuelo al cuello, o el cinturón al vientre, o la comadreja a su madriguera, siempre juntos, siempre inseparables.

Pero también hay amores de tres, de cinco, de siete. Incluso no se precisan números primos para dibujar la ciencia del amor.

El amor, no sé, creo que es una cuerda floja más que una ciencia, el ejercicio de un equilibrista que hace piruetas en lo alto de la carpa de un circo. Los niños, entretanto, miran. Él sabe (el equilibrista) que su juego es un juego de vida, de superación. Que sus zapatillas pueden doblarse y caer desde lo alto, como Ícaro en su persistente viaje derretidor hacia el Sol. 

Pero el equilibrista avanza por esa cuerda floja del amor, ajeno a que el hilo se rompa y el cuerpo se rompa contra el suelo. Sería entonces un esfuerzo inútil, un “nunca llegó”, si en el trapecio, en la dificultad del aire, en la doble inconsistencia de una vida resumida en sentires y pesares, el significado profundo no estuviera en el propio camino por la cuerda floja. 

Nada es seguro en la vida si el amor, tejido como hebras de auxilio, no nos espera en forma de abrazo al fondo de la red, salvándonos el pellejo, recuperándonos la piel y la agalla perdida en combates de existencia.