Caliente y al rojo vivo
Sacando hoy cajas del rincón del olvido, me acabo de encontrar con uno de los muchos artículos, titulado Caliente y al rojo vivo, que escribí en el periódico La Frontera del Duero:
¿Qué se preguntaría un huevo, cuando entra en la cocina?. Desde luego, como futuro pollo, tiene los días contados. A lo sumo, el pobre desgraciado puede plantearse si acabará frito, cocido o pasado por agua. Es posible que, en un revuelto.
Llegó a la sartén. El huevo, quiero decir. Lo supo cuando le dábamos unos golpecitos, al olor del aceite friéndose. Acabo mis días, de huevo frito, pensó el huevo. No necesitó la inquisición de la batidora, ni los golpes, a puro garrote vil, de una tortilla a la francesa, molido a palos, con un tenedor casero. Simple huevo frito.
A veces pienso, que los que ahora estamos vivos, por estos barrios del planeta, Estados, países y regiones, somos un poco como el huevo. Estamos catalogados en clase A, blancos o morenos, peso y talla y al expositor estadístico. Aquí, un español. Allí, un colombiano. Un número con la marca del zorro, digo del huevo. Y, como vulgares huevos, hijos de cualquier gallina, llegamos a la sartén. Y, además, con un poco de recochineo. Llegamos unos miles de huevos, a la superficie pulida de una sartén antiadherente, y algún notario del capitalismo, nos vende una parcela de terreno para, allí mismo, construirnos la casa.
Pero si me voy a morir, amigo, en esta sartén, ¿cómo insinúa venderme un chalé adosado, con vistas al frigorífico?. Y, en esas, siempre tenemos una mercadotecnia que riza la tontería con el absurdo, convenciéndote que los tiempos de un huevo, no coinciden con los del humano que acabó con los días del que quiso ser pollo, y se quedó en huevo.
Dicen que el planeta se calienta al rojo vivo, desde hace tiempo. Unas olas gigantes por aquí, unos huracanes por allí y unos terremotos, detrás de la esquina... El planeta se calienta como una sartén y, nosotros, unos millones de huevos, con rostro y esperanza. Y funciona. Nunca pensé que la paciencia humana llegaría a esos límites, pero llega, e incluso supera las fronteras más increíbles de comprender. Tomados de uno en uno, con cualquiera de nosotros, pueden hacerse los gobernantes y los magnates del comercio, unas polainas con nuestra piel, un cinturón con las tripas y un albornoz tejido con trenzado de vena. Y nosotros tan frescos, como un señor huevo.
Pero si en solitario somos de comportamiento imprevisible, luchando hasta el último segundo por una gota de tranquilidad, en una amenaza de sartén, que tiene muchos huevos, en grupo somos todavía más extraños. Matamos a los que nos matan, pero, entre los amigos, y a veces involuntariamente, también nos matamos. Después, nos vamos al fútbol, y olvidamos lo ocurrido. Y, en este punto, no sé qué sociedad de encuentro tiene la historia, si es cosa de huevos, o de narices. Pero, sin definirme, creo que tanto pollo inacabado, debe tener una fecha de caducidad. Sea cuando llegue el final de la bombona de butano, o la sartén tenga un romance con el mortero del vecino, un día, que no sea demasiado lejano, los huevos serán huevos, y las personas seremos personas. O nos quedamos castrados, y sin huevos, de este cuerpo a tierra en el que descansamos, al llegar a casa. Y a veces, ni por esas. Te llega una factura, y en la angustia, te mueres de un dolor de huevos.