Mis metas
Llegar a viejo. Agotar el tiempo de mi vida, vivirlo, aprender de él y de mí, y marcharme sin amargura, en paz, sabiendo llegada mi hora, sin dolor ni pasiones, sabiendo que apuré los vinos de mis bodegas y las oportunidades que mi tiempo fue dándome a lo largo del trayecto.
Saber que, en la temporalidad de los paisajes y las estaciones, viaja la perennidad de la Inteligencia, el recuerdo a todos los instantes muertos, sabiendo que el futuro se cimienta sobre ellos.
Encontrar en mi vida, en sus aprendizajes, en sus gentes, la eterna curiosidad del explorador que escribe en sus notas de viaje haber hallado un paraíso para el dolor del Hombre, el dolor de la lucha constante entre animales, tiempos y cosas por hacer avanzar la vida.
La vida, nuestro tiempo de existir, a veces se me antoja como un largo sueño del que fuéramos, poco a poco, desperezándonos.
Quizá todavía no haya llegado mi mediodía, y lo que yo considero niebla del alma, no sea sino el despertar de alguien que, en su invierno personal, dejó transcurrir las primeras capas del día refugiado en la esperanza que, antes del término de su hora, al menos habría de conocer el horizonte y, posiblemente, el mar.
Los nuevos gurús de la autosatisfacción que en tantas ocasiones llegué a leer, no cesan de indicar que es preciso caminar con fe, con amplio optimismo, con percepciones nuevas de entrega absoluta.
¿Qué tiene de cautivadora la existencia que parece atraparnos en su espiral de aparente desorden? En la búsqueda de respuestas universales, válidas no solamente para mí sino para el resto de quienes forman mi especie, intento recorrer ese personal sendero que permite vislumbrar que, efectivamente, nuestra carga de vida, igual que la carga eléctrica de un minúsculo átomo, forma parte de un juego multicolor que engrandece y dignifica nuestros disparatados absurdos cotidianos.
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