Diario de Viajes

DESDE EL BARRANCO DE LA MUERTE A TRAVÉS DE LAS ARRIBES DEL DUERO //
TEXTO Y FOTOGRAFÍA DE DOMINGO GARCÍA

Hace dieciséis años, en uno de mis viajes sin rumbo, mientras mataba las últimas horas de la tarde en el puerto de Valencia, esperando el atraque del buque que me llevaría a Ibiza, tuve la oportunidad de compartir unas horas con un guitarrista lituano, de gruesos bigotes, que había pasado los seis mejores años de su vida con los gitanos de Morón de la Frontera. Allí había aprendido los rudimentos y la técnica de la guitarra flamenca. Y desde entonces, concertista impenitente por todos los lugares playeros de moda, se había hecho un hueco como pasajero del mundo. Él me confesó, en aquellas pocas horas, que vivir sin soñar es como estar muerto. Y me contó la historia, para reforzar su tesis, de aquel turco que, deseando con todas sus fuerzas ser boxeador, acabó su carrera después de diez interminables segundos sobre el ring, tumbado boca arriba, sin ninguna huella de haber recibido un solo golpe. No había importado el fuerte aparato de feria –protector dental, calzones de colores, guantes, entrenador– que le había acompañado en aquella velada deportiva. Él, antes de iniciar el combate, había puesto fin a su corto viaje y a su carrera deportiva con el K.O. más rápido de la historia del boxeo.

Por eso –repetía mi amigo lituano– los sueños más cortos son aquellos que nunca se ponen en práctica.

Y mirándome fijamente a los ojos finalizó su historia con un último consejo que debía aprenderme, aunque la vida nunca más volviera a cruzar nuestros caminos: la primera regla para viajar es la de caminar provisto de una buena ración de sueños. Así no haría como el púgil que se arrojó como un saco de patatas contra el suelo, nada más anunciar los altavoces del Palacio de los Deportes el nombre de su adversario. Ni tampoco haría como el infeliz turco que, literalmente, se ensució en los pantalones y prefirió renunciar a su sueño de campeón, abandonando el cuadrilátero sin recibir un solo aplauso.

Desde entonces –rió mi amigo– en vuestro país ponéis a la cabeza del turco como ejemplo de la infelicidad y de la derrota.

He intentado aprender la lección de aquel aventurero y de su guitarra. Por eso, sin importarme que la vida de muchos Hombres y de muchos pueblos y países transcurra como la de aquel pobre turco, intento que mis viajes no finalicen en el centro del ring nada más saber que es la mismísima muerte quien va a enfrentárseme cada mañana. No es que sea más valiente e intrépido que nadie; debo reconocerlo, yo también me ensucio en los pantalones cuando asumo el riesgo de seguir vivo –y por lo tanto viajero– en una pelea vital que, presumo, está previamente amañada.

Incluir en la mochila un pequeño sueño.

Por eso, desde aquella lección del lituano, mi equipaje siempre incluye un pequeño sueño en algún bolsillo de la mochila. Y sin necesidad de convertirme en una estrella de la ruta –para así no poder decir que “ fue todo tan fugaz y transcurrió tan aprisa que ni pude darme cuenta”–, el pequeño sueño es siempre la brújula que mejor me orienta cuando me interno por los acantilados del Duero y, quizá mañana, el único amigo que encuentre en la soledad de otros viajes y de otras aventuras.



Inicio de un Diario de Viajes. La Fregeneda, punto final del Duero en Tierras españolas.

Son las 8:45 h. de una hermosa mañana de agosto. Antes que el sol abrase en este territorio de almendros y chumberas, hoy fui el único en acercarme a despedir, sobre el Puente Internacional de La Fregeneda, al río Duero. Apostado contra la barandilla metálica del puente, sobre las aguas del Ageda que van a morir en el Duero, tomo unas notas solitarias sobre el poder de soñar y vivir lo soñado. Seguramente acabaré publicándolas en el periódico como introducción a un relato de viajes por los  últimos pueblos y culturas que el Duero encuentra en su recorrido por la frontera española. 

Dentro de unas horas, cuando el sol alcance la cumbre del mediodía, este rincón parecerá El Barranco de la Muerte. Cuarenta grados, o más, golpeando contra la piel, haciendo que el sudor se mezcle con la saliva de los labios. A esa hora, algún esforzado excursionista saldrá por la boca del último túnel, después de haber recorrido la ruta de la vieja línea férrea. Nadie le esperará, salvo la caseta abandonada de los guardinhas; cruzará este puente de metal y ahogará su sed en una cerveza fresca al otro lado de la frontera, en Barca D´Alva. Posiblemente, al mediodía, algún grupo familiar haya aparcado su auto junto al Muelle de Vega Terrón, un mausoleo de hormigón sin barcos que nadie utiliza, a pesar de que las autoridades españolas insistan vanamente en demostrar la navegabilidad del río.

Aquí me despido del Duero, adiós, adiós. A partir de ahora cambiará el nombre –se llamará Douro– y continuará camino hasta Porto, en un total de 913 kilómetros desde su nacimiento en La Peña de Urbión, antes de abrazarse al Atlántico.

Justo ahora pondré inicio a un Diario de Viajes por las orillas de un río al que la historia no podrá arrebatar su mejor sueño.

No correr riesgos

Igual que aquel atracador de bancos que, en el último tercio del siglo pasado, en el Lejano Oeste de Nuevo México, huyó con el magnífico botín de su última tropelía, junto a toda su banda, hasta las orillas del Río Grande. Sus compinches y él podrían vivir como reyes el resto de sus días, a poco que atravesaran los últimos metros del estado de La Unión y cruzaran, a través del río, la frontera con Méjico. Pero él, incomprensiblemente, descabalgó en el último momento, repartió el oro capturado con el resto de los forajidos y se sentó tranquilamente, a orillas del río, a esperar al grupo perseguidor.
Dos semanas más tarde, en mitad de un gran espectáculo, las fuerzas de la ley y del orden, vestidas de gala, le conducían al patíbulo para ser ahorcado delante del populacho. Vinieron periodistas de todo el estado, buhoneros, coristas, incluso algunos colegios que deseaban que los niños vieran de cerca el rostro de aquel peligroso asesino. Todos querían conocer a aquel atracador legendario que había decidido acabar vergonzosamente con su vida en la cuerda. Instantes antes de hacer el reo su último paseíllo, uno de los periodistas de sucesos desplazado hasta la ciudad, intrigado, le preguntó la razón por la que un forajido como él se había dejado atrapar como un conejo. Y el sujeto, sin apenas mover los labios, mientras se ponía en pie para dirigirse al patíbulo, le repuso tranquilamente que lo había hecho para no correr más riesgos. De aquella forma, el atracador de bancos más famoso del Estado creyó más sencillo adelantar su muerte y tener la seguridad de cuándo y cómo iba a ser su momento fatal. Mejor esto que vivir la incertidumbre y el riesgo, el resto de sus días, de sufrir una emboscada a manos de cualquier caza recompensas. Así concluía la moraleja de su vida.

Existen hombres, incluso pueblos, que evitaron soñar para no correr más riesgos, y que esperan la fatalidad de su muerte sin otra precaución que la de haber encargado su mortaja y su ataúd con suficiente antelación. Desde ese instante, sentados a la puerta de sus vidas, ven pasar, ven vivir, con todos sus asuntos importantes bajo control. Llegado el momento, ofrecen el espectáculo patético de una vejez sin sueños, sin una mala historia que poder contar a sus nietos, y se despiden sin un quejido, sin una lágrima. Misión cumplida. Otra historia más de amor, vida y muerte como la del boxeador que se dejó caer al escuchar por los altavoces quién iba a enfrentársele. 

Existen personas, incluso pueblos, que evitaron soñar para no correr riesgos.