Españoles en la Patagonia
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En el año 2002, al bajar del avión y poner los pies en Barajas, tuve la sensación completa, absoluta, de volver a mi país. La sensación del emigrante que viene de lejos, o más que lejos.
Todo me parecía nuevo, y yo lo veía con ojos diferentes, después de medio año de ausencia. ¡Medio año!. Otros emigrantes están, fuera de sus países, medio siglo. En medio año pude forjar la sensación de ser de aquí, de este lado del océano.
Venía de un mundo distinto, a 14.000 kilómetros de casa, casi al fin del mundo, o mejor, en el mismo fin del mundo, en la ciudad de Ushuaia, punto más austral del planeta. En las frías noches patagónicas, pasé seis meses, primero en Chile, Punta Arenas, y después en Ushuaia.
El avión de regreso fue Iberia, y el de ida una compañía que quebró, a los pocos días de fraguar mi vuelo, que coincidió con el asalto a las Torres Gemelas de Nueva York, unos días antes.
La ida fue accidentada, además de una demora de cuatro días. Para irnos a la Patagonia, a la ciudad de Punta Arenas, suba aquí y bájese unas horas en Zurich. De Zurich nos iremos, bordeando los Alpes, camino del Atlántico, hasta Santiago de Chile, y una vez allí, diríjase, al sur, muy al sur, y dispóngase a una aventura apasionante.
En Punta Arenas, cuatro meses, tuve oportunidad de hacerme a la idea de qué y cómo viven los chilenos, dentro de una familia tradicional, madre y dos hijos pequeños. Dos cagüines que ellos dicen.
Me sorprendió la vasta extensión de tierra inhabitada, un territorio equivalente a Portugal, con menos de 200.000 habitantes. Magallanes, una tierra desconocida, de aguas frías, de playas gélidas. La primera vez que vi un cachorro de foca, varar en la playa, muerto de cansancio. La primera vez que vi las lengas dobladas por el viento.
También la primera vez de comprobar como un animalillo me hacía frente, en mitad de la carretera, con el trasero en pompa, dispuesto a soltarme un buen chorro de su asqueroso líquido. Su hembra, a un metro de distancia, miraba la escena. Olvidé que quería hacerle una fotografía, y frente a su amenaza, que corría detrás de mí, el muy ladino, parándose nuevamente, en un juego de fuerzas, de aquí me paro y allí te pillo, volví a subirme a la camioneta y seguimos camino.
Al ver las llamas, recordé la leyenda o posible realidad que escuché, en un instituto de secundaria, un profesor argentino. “Ché ustedes, los españoles, contrajeron la sífilis de darle por detrás a las llamas, no sean tan pendejos de creerse que las más bravas y bellas indias se las llevaron ustedes, no haya joda”. Era un profesor cachazas.
Yo la verdad, las llamas que pude ver por mis caminos patagónicos, para el objeto sexual, no las vi muy católicas que digamos, quiero decir, atractivas. Creo que aquellos españoles del XVI en adelante no estarían tan chalados de extender la sífilis.
El viento es el peor enemigo de la habitabilidad de Magallanes, un viento feroz y fuerte, que deja doblados los árboles conocidos como lengas. Punta Arenas, casas de madera, a estilo occidental, una fuerte colonia de descendientes croatas, un multicolor de población, viejos emigrantes y nativos indígenas, casas sin rejas.
¿No hay pobres en las calles de Punta Arenas?. Mi amigo, entonces sargento de la policía, en Ushuaia, se rio de mi pregunta. No hay pobres porque aquí el clima es tan frío que a ningún pobre se le ocurre venir por estas latitudes. No le faltaba razón, porque el pensar estar una sola noche invernal, a la intemperie, era darse por muerto. En la calle, era contratar funeral por vía de urgencia.
Creí ver todo desde Magallanes, y me esperaba Tierra del Fuego, y me quedé con el deseo de volver, una, dos, siete veces más. Parecía una tierra pequeña, pero era una tierra para soñar, para hundir los pies en la tierra, hasta las rodillas, o para encontrar picos montañosos sin nombre, o ver el azul del cielo, o pescar, de madrugada en calma, sardinas en el muelle. Te sentías en otro lugar del planeta. Cada casa, un perro, y a veces todos callejeando.
Las casas, la construcción de sus casas, mucha nueva población las había fabricado por la vía de la fuerza; esto me gusta, aquí construyo mi casa. Esperabas encontrar una ciudad desangelada, suma de barracones de madera, y te encontrabas con 60.000 habitantes, un aeropuerto internacional y un muelle donde recalan los lujosos y más grandes trasatlánticos del mundo. Dinero norteamericano principalmente.
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Miras la pequeña ciudad y cuando compruebas más de una docena de hoteles de alta gama, varios de ellos cinco estrellas, das la razón a tus guías. No es aquello que esperabas encontrarte. No es un territorio deshabitado y frío, al sur de América. Es la Suiza Argentina, el lugar de veraneo de público muy exigente y adinerado. En el fin del mundo.
En Ushuaia pude vivir la crisis financiera de Argentina, en una familia de muchos niños. Mientras el racionamiento comenzaba a pronunciarse en las tiendas y supermercados, en una familia de una mesa de diez personas, viví el directo de “no se mueve el vuelo de una mosca”, nadie dijo nunca nada malo del plato y del ambiente familiar.
Me quedé muy sorprendido de la excepcional familia, de muchos niños, en época de racionamiento, que se vivía en la casa de mi amigo Sander, en la que me alojé por el tiempo de dos meses.
Junto al bullicio de los niños, de todas las edades, y hasta siete, teníamos, en la casa de esta familia donde residí, el compañerismo de reunión de varios amigos coincidentes. Hacíamos distintas cosas. En el caso de mi amigo Claudio Mölle, atender un albergue-campamento, a 3 kms de la ciudad, Kawiyoppen o Cabaña de Amigos.
En mi caso, fotografiar todos los rincones de la ciudad y escribir y planificar un nuevo medio de comunicación y una campaña de promoción turística.
De temprano, todos teníamos algo que hacer en aquella casa donde vivíamos tantas personas, y con tanta cordialidad. Nos acompañaba un viejo perro, pastor alemán, Quebracho, que me salvó de un par de peleas con otros mastines.
Esperaba encontrarme una ciudad cubierta por el hielo, y hallé una realidad dinámica, de personas con mucha imaginación y capacidad de trabajo, y, sobre todo, mucho espíritu de autosuperación. Incluso en plena crisis financiera.
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Al regresar, en el otoño del 2002, y poner los pies en tierra en la terminal del aeropuerto de Madrid, sentí la percepción del mundo a este lado del océano. Venía del desierto del frío, y a este lado del Atlántico, y ya en el mismo aeropuerto, al recoger mis maletas, veía una radical diferencia con aquel otro mundo patagónico que había vivido y convivido. Dos realidades unidas en el tiempo, pero separadas por distintas formas de concebir la existencia, la inventiva personal, el espíritu de crecimiento. 14000 kilómetros de diferencia.
Por los españoles que me habían precedido, abría la boca en aquellas tierras de la Patagonia y, nada más decir que era español, tenía las puertas abiertas. La cultura española y nuestra forma de vida gozan de buena prensa, en el sur de Chile y Argentina.
Incluso pude ver una variante del juego de cartas – el truque -, netamente española, por aquellas frías latitudes del planeta. Tenemos popularidad, sin otra cantinela que mostrarnos originarios de estas Españas.
En Ushuaia, mis amigos argentinos, además de bromear con el “gallegos somos todos”, me recordaban que los montañeros del País Vasco que recalan por aquella ciudad, no son amigos de identificarse como españoles. “Un momento, somos vascos”.
Yo me encogía de hombros. No tengo nada que ver, nací en las tierras del Quijote, y de su galgo corredor y su caballo Rocinante. O mejor dicho, nací treinta y pocos kilómetros al sur, si es verdad lo que se apunta por un estudio de la Universidad Complutense de Madrid.
O sea, que el famoso lugar del que Cervantes no quería acordarse era Villanueva de los Infantes. Treinta kilómetros al sur, en la misma frontera con Andalucía y Jaén, la cosa de mi nacimiento. Ni Galicia ni País Vasco. Pero es lo que yo digo, que españoles somos todos. Y por si esto fuera poco, y desde hace unos años, y ya por saludable costumbre, somos europeos.
La boina de la España de posguerra, y las alpargatas de neumático, hace unos lustros que desaparecieron del mapa. Pero, digan lo que digan, y a pesar de los pesares, da gusto vivir aquí. El mismo gusto que el de haber nacido por estas tierras y haber regresado a casa con la mochila cargada de aventuras.