Cuaderno de Reflexiones

Hace muchos años, al borde de una crisis de adolescente, cuando el desarraigo era mi desayuno obligado cada mañana, y la soledad del que se siente diferente a los demás hombres mi acompañante habitual, me prometí conocer ese mundo oscuro y laberíntico de los adultos, el mismo que construía medallas, premios y altares para su propia gloria.

Nos estaban cerradas las puertas del conocimiento para los más inexpertos. Cuantos conocíamos ese mundo de boca de nuestros padres o a través de las imágenes de la televisión pública, creíamos que allí fuera, en el centro de la ciudad, al otro lado de las montañas, o en el lejano horizonte, un mundo fantástico, bullicioso y multicolor, ronroneaba feliz y satisfecho.

No había que perder tiempo, el mundo gigantesco y maravilloso me esperaba. Preparé mis pocas pertenencias, ordené mis escritos como mejor pude y, sin permisos ni autorizaciones paternas, volé hacia el paraíso de la libertad.


Como el corto vuelo de Ícaro, el mío no vio otro paisaje que el ocio convertido en negocio, los sentimientos pregonados como en un bazar, y mis hermanos, los hombres, convertidos en feriantes, mercaderes y guerreros disfrazados de oficinistas, maridos, albañiles o guardias municipales.

No podía ser. Mis cálculos debían estar equivocados, porque ese mundo no tenía la apariencia de ser la tierra prometida. Volví a hacer las cuentas, sumé, resté deshice quebrados y anulé paréntesis, pero invariablemente el resultado final seguía siendo el mismo. Me sequé el sudor de la frente, aparté las lágrimas de mis ojos, y me juré construirme en cualquier rincón de este desnudo y redondo planeta un paraíso a mi medida.

Aún no he levantado las paredes, ni siquiera he comprado el solar o solicitado permiso del Ayuntamiento, pero los planos viajan conmigo a todas partes, vaya donde vaya, como el más claro testimonio del significado de mi propia vida.

Estoy convencido de la existencia de otros colores, aparte del blanco y del negro, y de la necesidad de ganar espacio donde no rijan las leyes de la compraventa. Quizá por eso, el mundo de los adultos, pomposamente decorado como una barraca de feria, queda en mi memoria como una ratonera cubierta e barrotes en la que conviven los aromas de las flores enrejadas y la asfixia de unos hombres que, víctimas de tanto habitar y transitar por las oscuridades, pierden como el topo el sentido de la vista.