Relato del Príncipe mendigo

Un jardinero de palacio salió un día de la ciudad en busca de nuevos aires y nuevos vientos. Quería ver mundo y empalagarse con el mundo. Por eso partió a lejanas tierras y dedicó treinta años de su vida a compartir los pucheros de los pueblos, el humo sobrevolando por los tejados, la sonrisa de los niños a la salida del colegio…

Pero el jardinero, para realizar su viaje, dejó sus ricos vestidos y brocados en los salones de palacio. Su padre, el rey, le despidió con un beso en la mejilla y, al cruzar la tapia, sólo viose un ser harapiento y andrajoso que exploraba los mundos por encargo del Rey.

Allí, entre las montañas del mundo, desvanecido ya el hogar que un día tuvo en sus brazos, el jardinero príncipe escribió:

- No sé quién soy.

Otros le dijeron: 

- Tú eres el hijo del mundo. A él te perteneces.

Él calló. En su interior una voz bramó:

De harapos eres para pasar desapercibido,
vagabundo de planetas, 
tiempo hace que partiste 
a explorar nuevos mundos. 
Hora es de saber quién eres.

Y el jardinero escribió estas palabras sin saber quién era.

Así pasaron tres años más, hasta que el jardinero, vacío de caminar, quiso saber qué había recogido del mundo durante esos años.

Abrió su zurrón y ¡oh, sorpresa!, no halló más que polvo. Polvo y hojas secas esparcidas por el viento, muertas, inconsistentes.

Ahora ya tengo mi zurrón vacío, se dijo tras aventar el polvo y quedárselo mirando mientras el contenido de su zurrón era llevado por el aire.

Una zorra salió de su madriguera y le preguntó:

- ¿Sabes ya quién eres?
- ¡No! – bufó el jardinero, espantando a la zorra.

Un cuervo negro pasó a su lado:

- ¿Sabes ya quién eres?
- ¡No! – volvió a rugir el jardinero, causando pavor al cuervo.

Entonces escogió la orilla de un río, apartada de los ojos de los hombres, y se quedó un día entero a observar cómo corría el agua.
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A la noche escribió:

Un ejército de gotas de agua viaja, 
desgasta las piedras a su paso, 
y detiene el viaje de los hombres. 
Sólo los peces habitan en su interior 
y cambian el curso de la luz allá abajo. 
Nada es como parece.

Al amanecer del segundo día, una paloma se le quedó mirando desde la otra orilla del río. El jardinero ni se prestó a devolverle la mirada hasta que una de sus alas cayó al río y pereció, llevada por la corriente.

Entonces, al anochecer, escribió:

Perece el polvo de los caminos hasta dejar los zurrones vacíos. 
Fallece la zorra con su astucia y es alimento de gusanos.
Fallece el cuervo con sus graznidos y finaliza sus días colgado en cualquiera encina.
Pero el Hijo del Hombre posee alas que no debe dejar perder en el río que arrastra todas las cosas.

Después durmió. En su sueño vio un jardín celeste y un palacio del más fino color, transparente.

Una voz le preguntaba si el músculo de su Amor había sido tensado. Y él respondió que sí, sí como nunca.

Al despertar halló junto a sí un arco y una flecha.

El jardinero escribió:

Jardinero fui, y regué plantas mustias y secas y me dolió tanto el corazón que fallecí en un sueño por Amor. 

Vertí mi agua de vida en manantiales secos y sólo crecieron mis lágrimas y el desamor, como albañales que arrastran haciendas, caballos y hombres del más puro linaje. Así hasta que cerré los ojos al mundo y entré en la alcoba de la amante y gozamos ambos sin otra claridad que la luna y sentí su piel fina como el cristal y sus labios húmedos y entreabiertos de amor.

Entonces desperté.
Y sólo hallé este arco y esta flecha.
Con ellos practico a diario.
Primero en mí: yo subido en el árbol, arrojo la flecha y acierto. 
Cazador de mí mismo.
El zurrón sigue vacío y mi paso es ligero como el cóndor.
Piernas ágiles, soy el que va más rápido que la mirada de los hombres y nunca es visto.
El Amor que ablanda la piedra más granítica y hace suspirar a las montañas nada más verlo.
Por amor enfermé, sin Amor, más que en mí mismo, amor roto y descobijado.
Por amor sané, llenando a cada nuevo tiro mi carcaj de flechas.

Al amanecer del siguiente día, el cazador vio una doncella al otro lado del río, mirándole fijamente, mientras él no desviaba sus ojos del agua.

- ¿Qué miras? – preguntó ella
- A mí mismo, en el agua.

Después la miró y ella volvió a preguntarle.

Él calló. Sólo hacia el mediodía abrió su boca tras ver que ella seguía allí, mirándole con atención.

- Intento verme en ti, cruzar con la mirada el río que nos separa.

Ella le preguntó si era hijo de la luz. Él respondió:

Todos somos hijos de la luz, 
pero sólo aman su destello quienes abren sus ojos. 
La luz de tu corazón ha prendido, mujer, 
y has buscado lumbre en hogares que no eran el tuyo. 
Palideciste, adelgazaste, caíste del árbol de la ternura 
y quebraste tus rodillas. 
Te cansaste de esperar el viento de la vida 
mientras sólo migajas de aire te llegaban 
y tu corazón enfermó de amor, sin Amor.
Pero tu mirada te salvó, 
porque supiste ver donde otros no veían 
y esperar, donde otros no esperaban 
y tener fe, allí donde otros la perdían.
En Hogar te aguardan tus mejores vestidos, 
recoge tu carcaj y tu flecha oxidadas,
limpia el rubí entre tus ojos 
y apunta a los corazones. 
Sólo en ellos hallarás la recompensa diaria a tu viaje. 

Ella entonces habló:

Fuerzan mis palabras y me ahogan ríos de sangre, 
como éste, turbios, secos de amor y de sueños. 
Templaré mi arco y apuntaré al cielo de Mí. 
En una estera he de dormir y después entre finas sábanas. 
Amor encontraré y me haré con él viento y diana. 
Gacela escurridiza que marcha dando saltos 
a los mejores arroyos y apaga su sed con sorbos de vida, 
halcón soy de mirada penetrante que no supo 
escoger aún el corazón de su presa, 
tanto es el miedo de los hombres que temen 
ser devorados y abren sus fauces nada más pronunciar Amor.
Devoradora soy que calma su apetito en el corazón 
y tras el sacrifico le doy más vida 
sin derramar una sola gota de sangre.

El cazador, de pie, cantó así:

Desnudo en las entrañas, los guerreros nada temen, 
mi camino es ligero como la brisa 
y no hallé corazón volador donde mirar. 
De regocijo tiemblan mis carnes y sueña mi anhelo 
por hallar viajeros y armaduras oxidadas. 
Despertando en el cielo de la vida paraísos de alegría, 
una estrella se paseó junto a mi flecha 
y quiso pasar de largo. 
Di media vuelta y musité una palabra en sus labios 
después de ser bendecido por el mejor de los hombres. 
El mundo me pidió limosna 
y yo le arrebaté sus harapos 
y le hice desnudarse 
para ver su corazón de príncipe. 
Cuando así sucedió, el mundo seguía girando 
mas mi interior permanecía quieto 
con la mirada en ti, dentro de ti.

Entonces el río de la ceguera desapareció y ambos cazadores, unidos a sus carcajes, fueron llenándolos de flechas, cada una de un color, afinando su puntería. De vez en vez volvían a mirarse y se llevaban dentro de sí para no olvidar cómo no perecer en la oscuridad de la vida.

Miles de años más tarde, seguramente yo escribiría este relato con otro cuerpo y en otra ciudad, pero el dolor era el mismo y el Amor también.
Entonces también, igual que miles de años atrás, no deseé sino borrar y demoler el río que hace ahogar a todos los ciegos en el país de los ciegos.
Y entonando esta balada salí a la calle en busca de amor, Amor verdadero.

Mi padre es tuerto 
yo tengo tres ojos 
Mi abuelo es tuerto 
yo tengo tres ojos 

Sólo la rosa más bella conserva en su interior el más fino pétalo para hacerlo crecer. 

El amor sólo se mira en una mirada tan limpia como la suya.